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Ella, que sólo se enamoraba de los chicos de ojos verdes, al ver los suyos, tan pequeños y tan marrones, se despreocupó. No vió peligro en las horas de caricias ni los siglos de risas, había bajado la guardia. Con la tontería aquella de querer convertirse en coleccionista de momentos, en capturadora de trocitos de alma, se olvidó de todo lo demás, de las promesas que se hizo antaño, no recordó que los ojos, a veces, cambian de color. Hasta que descubrió que cuando él lloraba, los ojos se le volvían del verde más profundo que nunca hubiese visto antes. Y sólo quería abrazarle, y besarle, y mimarle.
Fue demasiado tarde. Y resultó que cuando él se marchó, sí que fue a echarle de menos. Y, tonta de ella, acabó llorándole todos los besos que prometió guardarse, y cada poco se miraba en el espejo, por si aparecía algo de aquel verde entre tanto rojo rabia.

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